viernes, 29 de noviembre de 2013

GUÍAS DE TURISMO, otro oficio de la cultura en peligro.


Son muchos y variados los afectados, resultados nefandos y daños colaterales que va dejando esta pertinaz crisis. Aquí penan desde compañías de teatro a sexadores de pollos o picardías de Abarán, por no hablar del anquilosamiento formal del cante por alegrías o de la constatable merma de calidad del semen patrio. Aunque haya de ponerme a la variopinta cola de plañideros, yo voy a hablar, como diría Umbral, de mi libro, en este caso mi trabajo : las visitas guiadas. En especial, de la degradación, propiciada en parte por la Administración,  de una profesión, la de Guía de Turismo, acerca de la que no hace tanto se deshacían en halagos respecto a su importancia. De una parte, se desregula su ejercicio, y de otra se consiente el intrusismo, cuando no se favorece activamente por parte de ayuntamientos y otras entidades públicas. Se acaba trasladando al público la idea de que cualquiera con algo de labia y amplia sonrisa puede servir para estas simpáticas labores relacionadas con el ocio, el tiempo libre y eso tan vaporoso que es el entretenimiento turístico. Al final acaba valiéndonos el apuesto sobrino del concejal del pueblo, un avispado taxista, un estudiante Erasmus de paso por la ciudad, o el del carrito de los helados. Es por ello, que estimo necesario informar a turistas, garbeístas y viandantes varios, que visitan nuestras ciudades y desean conocer y entender el lugar en que se hallan, sobre lo que puede aportar un guía profesional habilitado para tales menesteres.  Para empezar, sepan ustedes que un guía de turismo habilitado no es un historiador, ni geógrafo, ni experto en arte, ni geólogo, biólogo, profesor o periodista, ni siquiera graduado en empresas y actividades turísticas, si bien es probable que tenga alguna de estas titulaciones. De hecho, su acreditación parte de un grado o licenciatura universitaria, a la que suma una amplia cultura general y conocimientos particulares sobre su Región, de los que tiene que dar cuenta en exigentes exámenes de contenidos varios a fin de obtener una habilitación oficial. En los tiempos que corren, de devaluación del conocimiento, menosprecio de la cultura, de desregulación, intrusismo interesado y ninguneo por parte de la Administración, cuando no simple desconocimiento por parte de los gestores públicos de la  normativa, que ellos mismos crearon, se hace necesario reivindicar ante la sociedad la figura del guía oficial de turismo. Hoy se difunde interesadamente la idea de que cualquiera puede realizar esa tarea. Todos, desde agencias a oficinas de turismo eligen ahorrar en este capítulo, de forma y manera que los propios ayuntamientos y entidades públicas que se llenan la boca con sus Q de calidad y demás parafernalia, obvian lo más evidente al descuidar la importancia de estos profesionales y dejar sus visitas guiadas en manos de aficionados más o menos voluntariosos.
Lo que nos diferencia de un arqueólogo, licenciado en Arte o historiador,  titulaciones que, insisto,  la mayoría tenemos, no es la calidad o cantidad de nuestros conocimientos, sino la capacidad de integrarlos en un relato claro, comprensivo y adaptado a las necesidades e intereses de los grupos más variados.
Un guía profesional ha de ser capaz de sacar partido a lugares y paisajes: a ese museo que a ojos legos parecería más un almacén de cachivaches hidráulicos; o convertir un montón de sillares de arenisca en un yacimiento único; un aparente secarral  en la expresión de un rico ecosistema plagado de endemismos de enorme valor medioambiental. Eso, señores,  no sabe hacerlo un lorito voluntarioso, quien se limitará a recitar un guión previamente memorizado, cuyo contenido dudo que entienda en toda su complejidad, y que en el mejor de los casos no sabrá dónde situar  matices y acentos, ni qué información ponderar. Son mensajes que no calan en el visitante porque asemejan los de autómatas parlantes.
Es la selección de la información, más que el detalle, la integración de lo singular en el marco de conocimiento general del visitante lo que constituye la esencia de lo que ofrecemos. Una pincelada sobre procesos osmóticos en el interior de la célula, favorecidos por la alta salinidad de nuestro Mar Menor, despierta el interés del visitante en los valores terapéuticos de la laguna; el relato de una colisión de placas geológicas sirve para explicar en unos segundos la riqueza mineral de la costa cartagenera y la  fertilidad agrícola de la llanura, antaño sumergida. La profesionalidad la hace el conocimiento y la reflexión sobre la práctica. Es la selección, el orden de la explicación, la preparación de la ruta y el sentido de oportunidad de esta o aquella información, el quid de nuestro trabajo. Y esto no se improvisa, se adquiere con años de trabajo, de estudio, y con una curiosidad insaciable hacia los múltiples aspectos que conforman nuestro espacio, amen de amor a la tierra y el placer de hacer partícipes a los demás de aquellos valores patrimoniales que desde niños hicimos nuestros. Es un trabajo en gran medida vocacional, al que la mayoría hemos llegado por caminos imprevistos. No es que quisiéramos ser guías y a partir de ahí empezáramos a adquirir los mil y un conocimientos que compartimos con los visitantes. Nos gustaba viajar, aprendimos idiomas y sentíamos una amplia curiosidad hacia tradiciones, historia, naturaleza, flamenco, gastronomía local, artesanía, rocas; además nos encantaba compartir esas inquietudes con los demás. Son conocimientos y habilidades que uno ha de tener antes de prepararse para el examen de acreditación. A partir de ahí, el entusiasmo, el trabajo y la práctica forman a un buen comunicador en cuyo discurso descansa buena parte de la imagen que el visitante tendrá de la ciudad o la Región.
Un arqueólogo tiene conocimientos profundos de su campo pero no tiene por qué saber comunicar y adaptarse a públicos tan variopintos. Y en cualquier caso no distinguirá nuestra uva monastrell de la garnacha, ni una taranta de una cartagenera,  ni distinguirá la tetraclinius articulata o sabrá de sistemas de regadío tradicional, a no ser, claro, que se haya preparado para ello.
En el ejercicio de este trabajo he tratado con los clientes más dispares que uno pueda imaginar. Clientes japoneses,  ajenos completamente al concepto cristiano de la Virgen y los santos mártires, que quedan fascinados ante la fachada de la catedral de Murcia.  Imaginen hacerles entender las lindezas del dogma de la Inmaculada Concepción o el complejo mundo de advocaciones e iconografía mariana. Les aseguro que unas nada improvisadas pinceladas no llevan a entender la complejidad del mundo católico, pero sirven para dar un sentido inmediato a la maravilla que contemplan sus embelesados ojos rasgados de shintoismo. Los irlandeses quieren saber qué hace su San Patricio en la fachada, y hay que saber resumir en un minuto la complejidad histórica de la Reconquista. Un periodista ruso queda fascinado por la intensidad emotiva de una minera, poblada de barrenos y melismas flamencos, cuando su singularidad es sencillamente explicada, hasta el punto de interesarse enormemente por lo que consideraba una mera manifestación folclórica hecha de olés y atrabiliarios giros de manos. Ante un grupo de ganaderos cordobeses habrá que centrarse en la historia del regadío en la huerta, problemas políticos en torno a trasvases y uso del agua. La importancia de los derechos de riego asociados a las parcelas;  acequias, tablachos, estíos bestias y relatos de dantescas inundaciones que arramblaban con puentes, cosechas y barracas, o la pervivencia del Tribunal de Hombres Buenos, quedan explicados frente a la maravilla renacentista de la Puerta de las Cadenas, donde a la sazón se reunía esta singular institución. Y les aseguro que muestran interés y preguntan hasta la extenuación a su guía, ese intérprete del patrimonio en toda su extensión, nada improvisado, que hace que sus tres o cuatro horas de paseo por la ciudad cobren una dimensión diferente, que oídos curiosos se abran a una nueva percepción del entorno. Y ello gracias a la oportuna inclusión de contenidos que, debidamente cocinados, permiten que turistas japoneses, periodistas rusos o ganaderos cordobeses los degusten e integren en su propio mundo de saberes y experiencias previas.  Ése es el valor del guía, hacer del paseo por nuestra región una experiencia de conocimiento grata y significativa, convertir esas horas en algo distinto y precioso, multiplicar con nuestra labor el valor de su tiempo y lo invertido en la visita. Se trata de facilitar, en suma, la contemplación  de lo que de otra forma pasaría desapercibido.
También nos hace daño cierta idea simplista e interesada del entretenimiento y la diversión ligada a una visita cultural. Los guías no somos bufones de feria, ni cuentachistes, ni estamos para provocar unas risas. Para eso existen otros profesionales. Somos otra cosa. Amen de gente amable y habituada a tratar con el público, que conoce la importancia de romper el hielo aquí o no desaprovechar la ocasión de una broma allá, somos conscientes de que lo nuestro no es divertir, es otro mester.  El concepto de entretenimiento, de pasar el rato, se halla tan devaluado que dudo que se pueda aplicar a lo nuestro. No estamos para matar el tiempo, en todo caso para llenarlo, avivarlo y hacerlo valioso, para sembrarlo de inquietud por las cosas, para enriquecer, con nuestro entusiasmo por el patrimonio, la visita de nuestros clientes, y para crearles la necesidad de saber más y volver a visitarnos, ya que siempre es mucho lo que quedó por descubrir.
Si tenemos esto en cuenta, nunca resulta excesivo la contratación de un guía. Apenas importa lo que una noche en un hotel y ofrece algo que perdurará en su recuerdo. Les animo pues a considerar estas razones cuando ponen su valioso tiempo de ocio en manos de aficionados que no garantizan ni de lejos la calidad de un profesional. Incluso la visita de su propia ciudad acompañados de un buen guía puede resultarles una experiencia inesperada y reveladora, como estoy cansado de comprobar. Responsables de empresas murcianas que acompañan al grupo foráneo para el que contrataron la visita, o profesores locales que coordinan proyectos europeos u otros intercambios, son ellos quienes a la postre mayor partido sacan a las visitas al descubrir aspectos desconocidos de la calles y plazas que recorren a diario. Consideren la posibilidad de contratar a un guía profesional cuando tienen invitados de fuera, o simplemente cuando un pequeño grupo de amigos decide pasar una jornada de domingo en ese hermoso pueblo que es Cehegín, o Mula, o Cartagena, o esa maravillosa y desconocida ciudad por muchos murcianos que es Lorca,  o qué decir de Caravaca o el Valle de Ricote. No sólo les merecerá la pena, sino que contribuirán a mantener la calidad y dignidad de uno de los oficios de la cultura, no el único, al que la tan manida crisis, unida a la desidia o ninguneo de parte de la Administración y otros actores del mercado turístico, amenazan con hacer desaparecer, o lo que a mi juicio es peor, degradar hasta el punto de resultar una labor irrelevante ejercida por aficionados.

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